Pintura

La progresión del pintor Antonio Suárez (Gijón, 1923-Madrid, 2013) hacia el arte abstracto se advierte ya en torno a 1955, cuando el artista realizó una serie de trabajos sobre papel en los que apuntaba esta orientación. Aunque sus monotipos ejecutados al año siguiente la reafirmaron, no fue hasta 1957, con su participación en el nacimiento del grupo El Paso, cuando su obra abrazó definitivamente esta nueva modalidad de expresión, revolucionaria en el contexto del arte español de posguerra.

Este cuadro, que estuvo presente en la XXIX Bienal de Venecia, la cual consagró a los miembros de ese colectivo de artistas, es un buen ejemplo de esos primeros años de singladura abstracta. Sobre un fondo dominado por gamas frías aplicadas mediante veladuras de grises, marrones y blancos, aparecen flotando un conjunto de manchas para cuya definición el artista se sirve de colores como el rojo, el azul y el dorado. Así, frente a la gravedad y fiereza del expresionismo abstracto de sus compañeros de El Paso, la obra de Suárez siempre se ha caracterizado por una búsqueda de la elegancia y el refinamiento cromático. Javier Barón ha llegado incluso a señalar la resonancia mágica que concretamente le confieren esas manchas a esta pieza. De igual modo, ya comienza a apreciarse en obras como ésta la obsesión del artista por generar un núcleo, en este caso desplazado un poco hacia la derecha, a partir del cual poder articular el resto de la composición. Los márgenes de la tela, casi siempre más liberados, arropan en este caso una especie de estructura circular en la que se concentra una luminosidad bastante difusa, próxima a la ensoñación, que parece emerger de lo más hondo del cuadro.

Pintor intuitivo, siempre reacio a ejecutar cualquier clase de estudio preparatorio o boceto para sus cuadros, la obra de Antonio Suárez ha hecho del juego con la materia y el color, más allá de las anécdotas figurativa que en ocasiones puedan aparecer en su producción, el verdadero centro de su trabajo. En este caso, se trata de su preocupación por los ritmos cromáticos, que transmiten un delicado lirismo, lo que constituye el eje de su reflexión.

Todo el año es Carnaval

De la nostalgia por la geografía española mostrada hasta el año 1962, Orlando Pelayo (Gijón, 1920-Oviedo, 1990) derivó a la de la historia. En unas declaraciones hechas por este artista a Michel Ragon en 1963, el pintor señaló la necesidad que por aquella época sintió de pasar de una imagen física de su país, condensada en sus Cartografías de la ausencia, a otra de carácter psíquico, que a partir de aquel momento, y hasta 1972, se manifestó principalmente en sus series tituladas Retratos apócrifos y La pasión según Don Juan. Es como si una vez recuperado el espacio, con el cual se había aproximado desde el punto de vista formal a la abstracción, llegara para Pelayo el momento de habitarlo. Pero no hubo en este cambio de registro, que le llevó de lo abstracto nuevamente a lo figurativo, propósito alguno de ruptura, sino más bien de transición emocional. De hecho, el propio pintor ha explicado cómo llegó un momento en que de forma natural los accidentes del terreno que podían verse en sus paisajes se fueron anudando hasta formar estos nuevos personajes. En ambos casos podía apreciarse el mismo deseo de explorar el yo personal. Los seres que comenzaron a aparecer en sus telas no suponían la plasmación de sujetos concretos, simplemente se trataba de personajes a través de los cuales se buscaba, más allá de la representación de su aspecto físico, la sintetización de una época mítica de nuestra historia, la del Siglo de Oro.

En Todo el año es carnaval se muestra a cuatro de esos personajes unidos por sus manos en círculo y en actitud de bailar. El punto de vista ha cambiado. Ya no es el cenital de sus composiciones anteriores, sino que ahora el pintor se coloca frente a ellos. La manera con que se imponen estos seres, tanto pictórica como emocionalmente, es evidente. Quizás sea esa dimensión que tienen, a mitad de camino entre la historia y la leyenda, la que les da la enorme fuerza psicológica que ostentan.

Por otra parte, a pesar de esa capacidad para identificar el motivo, la pintura y el juego con los medios plásticos siguen siendo en las obras de este artista soberanos. Los empastes son muy potentes. La pincelada se hace larga, fluida y muy violenta. La paleta opta por las gamas de verde, ocre, negro y blanco. Las atmósferas respiran un gran dramatismo. La luz, que surge o se impone desde dentro del propio cuadro, revela la cualidad de espectros o formas larvarias que tienen los distintos personajes. Estos siempre aparecen captados como en un momento de resplandor que los ilumina a ellos y deja en penumbra el resto de la composición. Por eso, el propio pintor se refirió a las figuras de sus cuadros con el calificativo de fulguraciones antes que figuraciones, vistas a través de un relámpago. El espacio que las circunda no es más que una proyección de ese lado alucinatorio que tienen las mismas. Algunas de estas composiciones parecen estar captadas en un momento de pesadilla.

Cubo vacío ascendente-descendente

A partir de 1967 y sobre todo entre los años 1969 y 1971 el cubo se convirtió en uno de los motivos principales sobre los que reflexionó la obra de Amador Rodríguez (Ceuta, 1926-Madrid, 2001). Atrás había quedado su investigación acerca de la escultura redonda y la descomposición de la esfera, para la que el artista tomó como referencia el trabajo de desocupación de este cuerpo geométrico que el escultor vasco Jorge Oteiza había realizado una década antes. Es esa misma preocupación por la parte interior de las formas la que vuelve a apreciarse en el vaciado que el creador asturiano realiza del hexaedro. La operación de destrucción-construcción a que somete sus partes, característica de toda su producción, le sirve para poner de relieve las constantes volumétricas y espaciales sobre las que se articulan esta clase de cuerpos. Una vez realizado este proceso, según el propio escultor, puede verse cómo en las figuras aparecen “unas líneas frías, unas líneas estáticas, unas líneas dinámicas” llenas de significación y cómo “la conjunción equilibrada de todas ellas constituye la forma armónica”, sobre la cual descansa la emoción estética.

Efectivamente, en esta pieza se aprecia cómo, a partir del cubo inicial, Amador ha ido sustrayendo de las distintas caras la misma cantidad de hierro hasta configurar una estructura ascendente-descendente que dinamiza esa matriz primera con tendencia al estatismo. Para ejecutar esa labor de desmaterialización se ha tomado como unidad de medida en cada una de sus caras el mismo módulo. La pieza pierde así el monolítico carácter unitario que tenía para mostrar una mayor articulación y, junto a ello, una superior trabazón. Suele ser costumbre de Amador no priorizar ninguna de las partes. Al vaciamiento de ese perímetro ha de unirse el del espacio interior, que actúa como fuerza activa capaz de proyectar la figura hacia un silencio original. La luz y la sombra irrumpen así de una manera rotunda como agentes transformadores dentro de una estructura que se ha desembarazado de su fisicidad, pero sin debilitarse.

Esta obra fue expuesta por primera vez en la muestra dedicada al artista por la Galería Kreisler de Madrid en 1972.

Metamorfosis de ángeles en mariposa

Metamorfosis de ángeles en mariposa, según reza una etiqueta pegada en el marco, es el título de esta obra de Salvador Dalí (Figueres, Girona, 1904-1989), en la que se representa un conjunto de dos ángeles flanqueando una figura femenina desnuda, que semeja una mariposa.

Por el procedimiento con el que ha sido realizada la obra, se sabe que el fondo, que representa un paisaje del Ampurdán, es la primera parte de la composición que abordó el artista. En él se aprecia una silueta del monte Pení, unas líneas de suelo para reforzar el sentido de la perspectiva y una figura humana que saluda desde un término medio. Si tenemos en cuenta que el sol sale tras el monte Pení, por la sombra adivinaremos que la hora es el mediodía.

La clave de la composición está justo en el sexo de la figura femenina, ocupado por una cruz. Sobre ésta puede adivinarse una mariposa. La cruz, casi imperceptible, divide el cuadro en dos mitades, inferior y superior, marcadas por la cintura de los tres personajes, e izquierda y derecha, separando a los ángeles a los lados por el centro de la figura femenina.

Por lo que respecta a las mitades inferiores, éstas han sido realizadas en tonalidades ocres, mientras que domina en las superiores el azul. Así mismo, los pies de ambas figuras están colocados en una posición que anatómicamente no corresponde con el torso, la cabeza, las manos ni las alas del resto de sus respectivos cuerpos. En cuanto a la figura femenina, carece de extremidades inferiores, sustituidas por un manto traslúcido y una extraña mancha que muda el color a medida que se acerca a la mitad superior.

El personaje de la izquierda corresponde a un ángel anunciador, de espaldas, con una sola ala representada y los dedos de la mano derecha, extendida, en posición de bendecir a la figura femenina. El personaje de la derecha señala al espectador el vientre de la mujer desnuda. Ejerce la función, habitual en la pintura renacentista, del ángel narrador, intermediario entre la historia bíblica y el presente. Su mano izquierda se levanta para tocar lo que podríamos llamar “la cuarta pared” o límite del espacio que ocupa el público, el frente del cuadro.

La figura femenina, desnuda y de generosos atributos, asiste rígida, con la cabeza inclinada y el rostro completamente ausente, al extraño ritual.

Dalí fundirá a menudo la imagen de la Virgen María con la mítica Leda, ambas fecundadas por seres divinos. Y representará su dilema sexual sobre Eros y Thánatos, mediante el tema de Venus. Además, a medida que Gala resuelva sus problemas sexuales, a partir de 1929, Dalí desarrollará, de un lado, una teoría sobre el cledalismo, o relación sexual -excitación incluida- sin contacto físico, y del otro, una mitología propia basada en el Angelus de Millet, según la cual la hora de la Anunciación esconde el entierro de un niño en el campo, identificado por Dalí con su hermano, el primer Salvador Dalí.

Piloto

Natural de Madrid, José María Navascués se trasladó en 1939 con su familia a Gijón. En 1952 regresó a la capital para iniciar estudios de Ingeniería de Caminos, Canales y Puertos, y, un año después, de Arquitectura, pero abandonaría ambos. Tras pasar por la academia de dibujo de Gerardo Zaragoza y por las clases del Círculo de Bellas Artes de Madrid comenzó, a mediados de los años cincuenta, su dedicación al arte, instalándose de nuevo en Gijón. Desde entonces y hasta su muerte desarrolló una intensa actividad, primero pictórica y luego escultórica, que englobó también el dibujo y el diseño de mobiliario.

Navascués trabajó preferentemente la madera. Este es de hecho el material elegido para esta obra, perteneciente a su serie Maderas negras (1969 – 1975) y, más concretamente, al conjunto de Pilotos, de 1975.

La pieza resume a la perfección algunos de los intereses principales del artista en esta etapa. En primer lugar, la atención al hombre y su relación con la máquina. Así, en esta “cápsula antropomórfica” (como la definió Antonio Gamoneda) se muestra solamente el “envoltorio” del piloto de carreras: el casco y el traje, algo, por tanto, fragmentario y descontextualizado. El artista seleccionaba este tema no sólo por su afición a la velocidad, sino también por su capacidad connotativa, sígnica. Para él, “el piloto de coches de carrera es, a la vez, conductor y conducido. Dominador y atrapado. Abierto y encerrado. Su imagen externa es su propia imagen virtual”.

Por otra parte, hay que destacar la importancia que Navascués concede al procedimiento técnico. Ayudado por el ebanista Víctor López, el proceso incluía el corte y preparación de la madera, normalmente de pino báltico, que luego se ensamblaba, pulía y lijaba para, finalmente, teñir con anilinas, lacar y pulir con varias capas de cera. Pese a la innegable belleza formal conseguida gracias a este cuidado acabado, sus pilotos tienen una clara relación con la violencia -idea presente también en otras obras suyas de este mismo periodo, como las guillotinas, estacas de vampiros, armas, etc.- pues, en palabras del propio escultor, el casco “comportaba la violencia, antichoque, la ocultación, la despersonalización, la destrucción del concepto hombre, deshumanizado”.

Salix

Las primeras esculturas en acero de Joaquín Rubio Camín (Gijón, 1929-2007) datan de 1961. Habrían de pasar dos o tres años, a lo largo de los cuales el artista alternó esta disciplina con la práctica de la pintura que venía desarrollando desde finales de la década de 1940, para que esta nueva dedicación se convirtiera en exclusiva. Ya desde sus primeros compases, se observó en el creador gijonés un interés por jugar con las líneas, los volúmenes y el desarrollo espacial que podían tener sus figuras, aunque éstas comenzaran mostrando un marcado signo mural que poco a poco fue abandonando. Alentado por el contacto con Jorge Oteiza, también es cierto que Camín vio pronto en el angular o diedro la forma a partir de la cual podía articular todas sus composiciones. El corte, la doblez y la soldadura del material se convirtieron a partir de este momento en los tres gestos técnicos con los que pasó a trabajar el acero o el hierro. De ellos parte todo un conjunto de posibilidades que impiden caer a estas obras, a pesar de su evidente sencillez y elementalidad, en la repetición y la monotonía.

Como ha señalado María Soledad Álvarez, la obra de Joaquín Rubio Camín sobre metal se ha caracterizado por el tránsito de un barroquismo inicial a una mayor depuración formal o clasicismo. En el alto grado de despojamiento y esencialidad que manifiesta, la pieza que ahora nos ocupa podría ser un buen ejemplo de esta última fase. Así, frente al abigarramiento y a las tensiones dinámicas que mostraban las obras de su primera etapa, ésta destaca por la limpieza con la que se encuentran definidas las formas y la consiguiente claridad de su contemplación. La obra, interpretación abstracta de un sauce, está concebida como una sencilla concatenación de módulos, en los que todo parece estar perfectamente medido y proporcionado. Esto es lo que impide a esta clase de trabajos caer en la pesantez y combinar, en cambio, solidez y ligereza, esta última concentrada en las armónicas proyecciones perpendiculares al eje central de la pieza en su parte superior. Por otra parte, el desarrollo vertical de la escultura reafirma esa otra dimensión arquitectónica, totémica y columnaria que a veces se ha atribuido al trabajo de este artista. En él muy pocas veces hay frialdad, como podría ser lo propio de una escultura vinculada a las corrientes de la geometría analítica.

Escultura dotada de un fuerte grado de experimentación formal y espacial, Camín tiene la costumbre de realizar pequeñas maquetas en cartulina de sus piezas antes de trasladarlas a sus dimensiones finales.

Toda la ciudad habla de ello

Este lienzo forma parte de un ciclo de pinturas de la década de los años 1980 tituladas Toda la ciudad habla de ello e inspiradas en la película de John Ford, The whole town’s talking (1935), ambientada en el mundo del hampa y conocida en España como Pasaporte a la fama.

El protagonista del primer plano alude, sin duda, al actor Edward G. Robinson, que, en el film noir, desempeña el papel de un sanguinario bandido y el de su doble, un hombre inofensivo, víctima de su parecido con el malhechor.

Luce, como los gánsteres de los años treinta, un borsalino caído hacia uno de los lados, ocultándole un ojo. El otro ojo, azul cielo, se deja ver por la abertura de un antifaz negro recortada por el amarillo de la luna menguante. Esta, pintada en lo alto de la parte izquierda del cuadro, ilumina la sonrisa feroz del bandido y sus manos, a la vez que pone de realce un fajo de inverosimiles billetes y un bolso repleto.

Desprovistos de cuerpo, dos fantoches nocturnos están acechando al enmascarado. El masculino lleva puesto un sombrero parecido al del gánster y tiene la cara disimulada por el color, como el rostro del Ciudadano, personaje que prolifera en la obra de Eduardo Arroyo; el segundo, silueteado en blanco, es una mujer que está sacando una fotografía. Traduce la preocupación periodística de Arroyo y su interés por la anécdota.

Dominando este grupo, dos elementos que parecen sacados de un anuncio antiguo: el dedo índice de una mano, pintada en negro sobre un cuadrado rojo, indica una dirección, mientras que en un letrero azul tres policías, armados de una porra, corren hacia el lado opuesto.

En la parte izquierda del lienzo, envuelta en la sombra, un sereno con el llavero en la mano observa al supuesto gánster. Su semejanza con el otro Ciudadano provoca ambigüedad y nos mantiene en vilo como al gato negro, animal noctámbulo por antonomasia, a la par que símbolo de los nativos de Madrid, lugar de nacimiento del propio pintor.

Con su misteriosa leyenda urbana, Eduardo Arroyo interroga a la pintura rebajando los tonos de su paleta. En el marco de esta ciudad color de asfalto, cobra la anécdota una potente dimensión plástica.

Campo de Campos I

Pintor lento, de cuidadosa factura en sus lienzos y dibujos, durante el año en que realizó esta obra, Pablo Palazuelo ejecutó apenas una decena de pinturas. En este sentido, es Campo de Campos I ejercicio de un declarado dejar hablar a las líneas, lineaje de líneas y formas devenido también laberinto conducente hacia el plano que, expandido, le permitirá abordar su trabajo escultórico, tan riguroso. Línea como imagen que es emblema como movimiento en el espacio, activadora de ése más también de la verdadera visión, conformadora del mundo, vehículo de energías capaz, en palabras del artista, de hacer visible lo invisible. Palazuelo, un pintor poeta, un artista intenso y reflexivo explorador de un insólito lenguaje, una belleza otra, fue creador plenamente abstracto e indagador de la reducción a la síntesis de las formas del universo. Y además de ello, resonancia kleeniana. Al cabo, Klee había sido esencial referencia en el encuentro de Palazuelo con la abstracción, llegando a decir sobre su descubrimiento del artista suizo: “me causó una profunda impresión, quizás fue la emoción más fuerte que yo había sentido desde que empezara pintar. Me intrigaba su interés por la geometría, su percepción de las manifestaciones de la geometría en la naturaleza hechas poesías: esas líneas y colores que sueñan […] es su relación con la energía en la naturaleza lo que más me atrae de la obra de Klee. Sus paisajes, las fantásticas ciudades y las ruinas, las personas fantasmagóricas, sus líneas y colores: todo se encuentra en un estado de máxima atención hacia la intensidad y la energía”.

Pinta el paisaje, el campo, contempla la realidad Palazuelo devenida en Campo de campos, un tangram que recuerda a sus grandes estudios de finales de los cincuenta, tentando ver lo no visto antes, conocer una parte de lo desconocido para él, máxima palazuelina que reflexiona sobre el complejo sentido de la creación artística: el mundo es forma capaz de revelar la idea. Formas que, más que encontrarse, muestran su agitada vida, el lineaje: el permanente engendramiento de unas formas a otras.

Laminación

Esta obra resulta significativa dentro de la orientación hacia el mundo de lo tecnológico e industrial que se observa a veces en Alejandro Mieres (Astudillo, Palencia, 1927-Gijón, 2018). Sobre una superficie monocromática de color naranja muy saturado el artista dispone, en la parte central, de izquierda a derecha y en sentido horizontal, uno de sus habituales estriados de óleo magro realizado con un peine dentado. En él destacan los distintos grados que se dan de ondulación y espesor en la materia, auténtica protagonista por sus cualidades táctiles de todos los trabajos de este pintor. Es llamativa también la manera en que la luz, que resbala por las zonas planas trabajadas con espátula, queda atrapada en las distintas hendiduras de esa banda, originando todo un juego de vibraciones y un movimiento virtual que acerca la obra de este autor a algunas de las propuestas del op-art. Se trata del clásico efecto muaré, uno de los patrones compositivos preferidos por el grupo de creadores vinculados a las corrientes cinéticas, lo que Mieres utiliza en sus cuadros. No en vano, el crítico de arte italiano Gillo Dorfles incluyó la figura de este artista dentro de esos movimientos atentos a excitar mediante la vibración el ojo humano en su ensayo sobre las últimas tendencias del arte contemporáneo.

Esa ilusión de movimiento generado en el interior de la propia obra introduce en los cuadros de Mieres una concepción particular del espacio. Para el caso de Laminación, este parece dilatarse y contraerse como un acordeón a lo largo y ancho de la parte central del soporte, eliminando cualquier punto de vista único en su percepción. También acabando con los ejes rígidos a los que está sometida buena parte de la pintura más tradicional. Es el espectador quien, animado por la fuerza de los propios ritmos ondulados, debe desplazarse por delante de la obra, acompañándola en su progresión e introduciendo así la noción de tiempo dentro del flujo de lo representado. Unos pequeños segmentos de color naranja, a modo de vectores de energía, acompañan por los márgenes superior e inferior ese movimiento de traslación, que si bien parece indefinido, ya que se regenera una y otra vez, resulta limitado en su proyección horizontal. En este sentido, la obra se convierte en una especie de devenir y no en algo estático, que reclama para su captación el concurso de distintos sentidos.

Balcón con dos figuras

Juan Muñoz es un artista poliédrico, que cultivó la escultura, pero realizó también obras radiofónicas y teatrales, dibujos, escritos y ensayos. Es una figura clave en la escultura española e internacional de las décadas de 1980 y 1990, y un revitalizador de la escultura figurativa desde una óptica moderna y narrativa, basada en su profunda erudición, la cual le permite aunar en sus creaciones distintas fuentes literarias, filosóficas, musicales, etc. Pese a su temprana muerte, fue autor de una amplia producción, que culminó en Double Bind (Doble vínculo), de 2001.

Pieza única realizada en 1992, cuando el artista residía con su esposa, Cristina Iglesias, en el Trastevere romano, Balcón con dos figuras es una de sus célebres conversation piece o escenas de conversación. Está compuesta por un balcón metálico y dos figuras de terracota de personajes anónimos, con rasgos genéricos y despersonalizados, y de tamaño inferior al natural.

Muñoz comenzó a trabajar con fragmentos arquitectónicos -como escaleras, puertas, barandillas y balcones- a principios de los años ochenta. En concreto, los balcones se han relacionado con el sentido de la vista, pues son lugares desde los que ver y ser visto. Primero los concebía vacíos y, posteriormente, poblados de personajes absortos en sí mismos, ensimismados. Aislados y descontextualizados, los balcones no dejan de tener cierto carácter de inutilidad, de extrañamiento, lo que potencia aún más el propio aislamiento de las figuras. En cuanto a la disposición de estas últimas, se ha relacionado con la obra de Goya (Majas en un balcón), en un claro diálogo con la historia del arte español.

Por otra parte, y como suele ser habitual en su producción, juega un papel fundamental su ubicación y su relación con el espectador, es decir, la «puesta en escena» de la obra en el espacio expositivo. En este sentido, la fusión entre escenografía teatral, espacio arquitectónico y figura escultórica contribuye a potenciar un relato simbólico donde prima la densidad psicológica y el interrogante espacial.

Procedente de una colección particular, esta obra fue subastada en Nueva York en 2004, donde fue adquirida por Plácido Arango, quien la donó al Museo, junto con otras 32 obras, en 2017.